jueves, 17 de mayo de 2012

El hombre que quiere morir


El hombre que quiere morir” le llamábamos en la columna. No sabíamos su nombre, jamás lo había mencionado. Avanzaba siempre en la vanguardia, a paso ligero, sin cubrirse siquiera. Se lanzaba a pecho descubierto sobre las tropas de Batista, gritando furioso como un toro en estampida. Disparaba por disparar sin apuntar ni controlar las municiones. Se arrojaba hacia las balas de cabeza, pero hasta el plomo parecía temerle. La suerte del suicida, comentaban los guerrilleros.

Quería llegar a la Habana mañana mismo, a lo más tardar. No  importaban los kilómetros, ni los montes, ni el frente enemigo. No dormía. En los tiempos de descanso se adelantaba machete en mano abriendo sendero para ganar tiempo. Pocas palabras salían de su boca, pero las suficientes para increpar a quien construía trincheras: -“¡Las madrigueras para los conejos, acá solo estamos de paso!”- gritaba enfurecido. Todos le teníamos cariño, aunque con nadie hablaba. Una especie de admiración y respeto nos hacía seguirle en sus cabalgadas suicidas.

La noche que cayó Santa Clara me habló por primera vez. Se sentía más cerca de casa, y como todos, bebió para celebrarlo. Entre vino y vino me habló de ella. Él, que tan duro y frío aparentaba, se deshacía y se derretía en cada adjetivo. Me habló de sus ojos, sus cosquillas, sus caprichos, la describía y yo la veía en sus ojos, imagen nítida, paseando por el malecón una tarde cualquiera, partiendo el viento en dos mitades con su vestido de flores naranjas, con el mar obedeciendo el oleaje de sus caderas, robando las miradas, deteniendo los relojes.  Él tuvo que elegir, y eligió la lucha. Me habló del duro exilio, y de la carta. Aquella carta con las peores noticias. La habían cogido. La acusaban de haberle ayudado en su huida, y fue declarada subversiva. La imaginaba en las sucias cárceles del régimen y el alma se le partía en mil pedazos. Ahora la revolución le importaba un carajo. Luchaba por ella.

Mientras todos dormían él desmontaba y limpiaba su arma. La columna se quedaría por dos días en Santa Clara, descansando y abasteciéndose. El partiría en la mañana bien temprano. No pensaba esperar un solo día más. Tomaría la Habana él solo si hacía falta.

Fue la última vez que le vi. No se despidió. Dicen que cayó a las puertas de la ciudad, enfrentándose al batallón que protegía la entrada. Dicen que avanzaba furioso, corriendo, disparando y que aguantó hasta la última bala. Otros dicen que se abrió paso tiro a tiro hasta el corazón de la Habana, llegó a las mazmorras del régimen y la sacó en volandas de aquella oscura prisión.

Yo aún le  siento cada tarde, cada vez que el mar ruge contra el malecón me estremezco, y la imagino a ella, la veo dibujada nítida en los ojos de él y recuerdo que “El hombre que quería morir” amaba más la vida que cualquiera.
Pablo García-Inés
Guayaquil 2011

2 comentarios:

  1. Ahora, cuando algunos creen indispensable borrar de la memoria algunas ideas, conviene usarla para recordar a los que, por algunas ideas, se sacrificaron. ¡ Salud!

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  2. Me gusta... :)

    Anímate a pasar por mi blog y me dejas algún comentario ;)

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    Espero que te guste!

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